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Lunes, 15 septiembre 2025 13:08

Homilía del cardenal José Cobo en el Jubileo de las Hermandades y Cofradías (13-09-25)

Queridos hermanos cofrades, convocados esta tarde aquí para celebrar el Jubileo de las Hermandades y Cofradías de nuestra Diócesis. Bienvenidas también vuestras familias y amigos, y todos los que hoy compartís esta celebración. Bienvenidos a este templo jubilar, casa de los cristianos, a la que habéis llegado también con vuestros estandartes y con la vida de vuestras cofradías en el corazón.

Las lecturas de hoy, víspera del domingo en el que celebramos la Exaltación de la Santa Cruz, como siempre, nos dan luz, nos guían y nos orientan en el camino de nuestra vida, camino que hoy os ha traído hasta aquí, como peregrinos de esperanza a todos los que formáis parte de este tesoro que tanto embellece y hace visible a la Iglesia de Cristo en nuestra Diócesis.

Entramos en la Catedral para acoger juntos el jubileo, no como un gesto exterior, sino como la gracia de entrar en la misericordia de Dios con corazón humilde y agradecido, que es lo que primeramente traemos. Hemos venido como un pueblo diverso, con historias diversas, con cofradías diversas, pero con una sola mirada común y única.  Eso es lo que el mundo necesita ver: comunidades, cofradías, hermandades, parroquias, que saben mirar juntas a Cristo y que transforman la realidad al estilo del Evangelio.

Caminamos en tiempos complicados de guerras, violencias y divisiones, incluso entre nosotros. Desde diversas situaciones los hombres y las mujeres de hoy –como los de entonces– siguen clamando al cielo la paz, la justicia, la salud, el pan y el agua que les han sido arrebatados. No pocas veces lo hacen también mirando a los ojos de sus líderes y guardianes, que casi nunca pueden hacer nada por aliviar el dolor de sus pueblos. No tienen, como aquellos israelitas, a un Moisés que ayude al pueblo a mirar al cielo y que levante un estandarte no de guerra para con otros pueblos, sino contra esa serpiente que es el origen del mal que anida en el corazón humano cuando el hombre se deja llevar por la soberbia. Necesitamos, como aquellos israelitas, mirar al cielo, no a nuestros intereses, y descubrir sin disimulos cuál es el origen de nuestras desdichas.

Cristo, en cambio, nos regaló un nuevo estandarte, el único estandarte, el principal estandarte: la cruz.  Nos pide mirar al cielo para acoger el misterio del amor y de la entrega, no el de la violencia y la deshumanización. Cada vez que la llevamos esta cruz por nuestras calles, invitamos a todos a mirar al Salvador, levantado en lo alto el contenido del misterio de la cruz para explicar con nuestras vidas cuál es el sentido del amor de Dios.

Ser cofrade, por eso, no es pasear un signo –por bello que sea–, sino confesar con la vida a este Cristo humilde y servidor. Seguro que este jubileo este año es una oportunidad para mirar juntos al cielo y aprender a vivir como pueblo agradecido, humilde y fraterno, que camina con la cruz hacia el sueño que tiene Dios para nuestro mundo.

Para comprender cómo mirar a la cruz, para comprender este proceso, hoy Jesús nos coloca un personaje que es un poco un espejo de cada uno de nosotros. Y nos invita a realizar su itinerario. Todos somos un poco Nicodemo, al que Jesús se refería en el Evangelio.

Nicodemo es un discípulo atípico. Siente la atracción por Jesús, tiene deseos de conversar con Él; podríamos decir que tiene inquietud, está buscando, aunque está aferrado a sus ideas, a sus saberes, a sus hábitos, a lo que siempre ha hecho. Pero Nicodemo inicia un proceso de cambio y de conversión.

Viene de noche a ver a Jesús entre miedo y reticencias. Pero después lo vemos en el sanedrín enfrentándose con los otros miembros de la Institución, protestando contra sus hábitos procesales. Y es que hace un camino. Y al final Nicodemo da la cara. Precisamente cuando los otros discípulos han huido, él se atreve a comprometer su prestigio y su carrera para dar sepultura a Jesús.

Estas son las pautas de un itinerario de conversión desde la oscuridad de la noche hasta el compromiso lúcido con Jesús. Y esa es la propuesta que hoy quiero haceros a cada uno de vosotros: Hay que nacer de nuevo para ser discípulos de Jesús. Esta es la verdadera procesión de nuestra vida. Una procesión que no solo lleva las imágenes tan queridas, sino nuestras vidas y las de los hermanos. Una procesión que arropa a Cristo, a su madre y a los preferidos de Jesús

Para esta procesión –la nuestra, la de Nicodemo– escuchamos unas verdades que hoy el Evangelio nos da y que nos van a dar la clave para decir cómo podemos nacer de nuevo.

1.- MIRAR SIEMPRE A CRISTO

 “Nadie ha subido al cielo, sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre”, hemos escuchado. No somos cofrades como si eso fuese ponerse solo esas bellas medallas, esos estandartes, esos bellos escapularios. No somos cofrades solo por esto, ni por herencia o por una costumbre heredada.

Eso es solo el primer paso, la antesala, el atrio de lo que en verdad en verdad Cristo nos propone. Ser cofrade es una elección viva, es dejar que el Evangelio vivido en la familia, en la hermandad, en el sentimiento, entre en nuestras entrañas y en el corazón para reordenar desde ahí toda la vida.

No es un pasatiempo, ni un tributo para tener suerte en la vida. Ser cofrade es mirar a lo alto, al mismo cielo para descubrir a Cristo presente, pero siempre al Cristo que toca el corazón, las prioridades y el rumbo de la vida. Eso es lo que hoy celebramos. Nuestro deseo, como el de Nicodemo, es el de buscar en verdad cómo Cristo cambia nuestras vidas desde la Cruz y ya lo está haciendo. Presentemos esos cambios que ya estamos experimentando.

2.- LO SEGUNDO ES HACERLO EN FRATERNIDAD. MIRAR LA CRUZ CON LA IGLESIA. 

Cuidad que vuestras hermandades y cofradías sean el rostro de la Iglesia de Cristo. Llevar a Cristo, a su madre o a los santos exige mucha generosidad y sacrificio para que los otros puedan ver, por vosotros, no a una Imagen, sino al Cristo vivo.

Porque “tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Unigénito, para que todo el que cree en Él no perezca, sino que tenga vida eterna”. Lo que hizo el Padre al enviarnos a su Hijo es traernos en persona su infinito amor y su infinita misericordia que quiere actuar y hacerse viva por medio de vosotros, por medio de su Iglesia. No podemos apropiarnos de Cristo sino ponernos a su servicio.

Nuestras hermandades tienen la misión de ser un modelo de la Iglesia. No de nuestras ideas, o de nuestras prioridades, sino de la comunidad de los discípulos de Cristo. Quien nos mira ha de reconocer en nosotros a la comunidad de los que miran a Cristo y a su madre en lo que hacen, en sus formas de funcionar, en su manera de actuar, hasta en la forma de resolver los conflictos. Ese es el principal estandarte.

El individualismo de nuestro mundo, las polarizaciones o los territorialismos a veces nos desajustan y se nos cuelan en las juntas, en la forma de ver nuestra hermandad y en cómo se inserta en la vida de la iglesia.  No podemos funcionar como asociaciones de nuestro mundo, porque lo que queremos es ser la Iglesia de Jesucristo.  No podemos resolver los conflictos como los resuelven los no creyentes, porque nosotros somos los que miramos al cielo, a la cruz, en primer lugar y luego actuamos.

Nacer de nuevo es hoy mirar a Cristo juntos y reconocer que si estamos es para que los otros le vean a Él, no a nosotros. El arte, la belleza, el sentimiento es para que reconozcan a Cristo. Si no es así, lo enturbiaremos o nos apropiaremos del don que se nos ha concedido. Esto se hace cuidando la escucha de la Palabra en nuestras reuniones, encuentros y oraciones, fomentando la fraternidad, la cercanía de la Iglesia, la continuidad y la presencia de los sacramentos. Que cuando os vean digan: “mirad como se aman” y así conozcan la cruz que portáis. Si esto no se da, nuestro mensaje se desvirtúa y no somos capaces de Nacer de Nuevo.

3.- Y lo tercero que el Maestro le dice a Nicodemo, y que hoy nos dice a cada uno de nosotros, es QUE ESTA FE Y ESTA ESPERANZA TIENE UN NOMBRE: AMOR, AMOR DE DIOS, AMOR ETERNO.

Cristo, su madre, nuestros hermanos cofrades, todos estamos convocados a nacer al Amor hacia todos sin excepción.  Amaos y llevad en andas, antes que nada, ese amor. Un amor que, como dicen vuestras raíces, siempre tiene una prioridad: los más pobres.

Decía San Juan Crisóstomo, cuya fiesta hoy se celebra: “¿Quieres honrar el cuerpo de Cristo? No lo desprecies cuando lo veas desnudo. No lo honres aquí, en el templo, con lienzos de seda, mientras afuera lo abandonas al frío y a la desnudez.” (Homilía sobre el Evangelio de Mateo, 50, 3-4).

Queridos hermanos cofrades, unidos a la Iglesia que peregrina en Madrid, no os olvidéis de los pobres. Ellos siempre ponen a prueba nuestra fe, nuestra esperanza y nuestra caridad. Y lo hacen porque ellos son presencia de Cristo.

Nacemos de nuevo.

Nacemos de nuevo en este año jubilar que, cuando lo inauguraba el papa Francisco, decía que era una ocasión para “revitalizar el camino de la fe y beber de los manantiales de la esperanza” (Spes non confundit, 5). Y porque, como nos enseña hoy el papa León XIV, no otra cosa es la fe otra cosa sino “el reconocimiento de que Dios es nuestra primera y única esperanza”.

Gracias, queridos hermanos y hermanas cofrades, gracias por vuestra tarea. Gracias hoy especialmente por estar aquí. Gracias por mirar, gracias por crear fraternidad. Gracias por amar.

Que hoy sea un momento jubilar para dejarnos tocar por Cristo y por su Iglesia. Un momento para nacer de nuevo a nuestro bautismo y mirar valientemente a la cruz.

Ahora con la vida de la hermandad tenemos otra procesión a cuestas que empezamos después de esta eucaristía: la de nuestras vidas, la de los problemas, alegrías y tristezas de nuestras familias, de nuestros hermanos y hermanas cofrades, la del corazón. Dejad que la fe, la esperanza y la caridad resuenen y así aprendamos a elevar a Cristo no solo con las manos sino con nuestros corazones convertidos, hechos Iglesia, llenos de júbilo, que hoy nacen de nuevo.