Print this page
Lunes, 14 abril 2025 08:58

Homilía del cardenal José Cobo en la Misa del Domingo de Ramos (13-04-2025)

Queridos hermanos obispos. Queridos sacerdotes. Queridos niños y niñas que hoy habéis venido de manera muy especial. Querida Corporación Municipal. Y queridos todos que hoy nos ponemos delante de la Semana Santa.

La pregunta es: ¿quiénes somos nosotros ante la pasión del mundo?

La Pasión nos retrata en este pórtico de la Semana Santa en medio de un mundo concreto, amenazado por la guerra y las guerras de poder, por las amenazas como elemento de diálogo, por la polarización como forma de relacionarnos, con el desarraigo como forma de ver a las personas, con la desorientación como ética fundamental y la desesperanza como equipaje.

Cada año tenemos la oportunidad de situarnos en este Domingo de Ramos ante nuestra vida real y concreta. Podemos hacerlo como tantos personajes que hemos escuchado en la Pasión: como el pueblo que grita con violencia, como creyentes que son capaces de matar al Hijo de Dios en nombre de Dios, como políticos que maquinan contra el inocente, como sacerdotes que priman la ley a la vida del justo. O como quienes dividen y amenazan cuando las cosas no salen como dicen nuestras ideologías. O, quizá, como los espectadores que pasan sin mirar, deseosos de pasarlo bien a costa de lo que sea. 

O hay otra posibilidad:  afrontar este año esta Semana Santa de nuestra vida como discípulos que se acercan al núcleo de nuestra fe. Con la actitud de quien no se conforma con observar desde la distancia, sino la actitud del discípulo, que acompaña, que aprende, que se identifica con cada uno de los pasos que da Jesús, aun en medio de nuestras contradicciones, abandonos y pecados. 

Los ramos: signo de nuestras luchas

Cada Semana Santa no recordamos ni hacemos memoria de algo que ocurrió. La semana santa no es un museo, ni un parque temático del pasado.  Aprendemos y acogemos toda la gracia y bondad con la que Cristo vive situaciones que, más tarde o más pronto, todo ser humano tiene que vivir a lo largo de su vida. Por eso os propongo, queridos hermanos, unos días de Semana Santa con actitud discipular; no como turistas, o como quienes ven una película o un teatro por las calles, o algo que no nos afecta. Eso ya lo padeció Cristo.

La Semana Santa tiene el valor de sacar las semanas santas de cada uno y de la humanidad; esas que no llevan velas ni inciensos, pero están ahí, esperando ser resucitadas porque duelen de verdad.  

La Pasión es la parte de los cuatro Evangelios más extensa y detallada. Los diálogos con todos los personajes que intervienen en los relatos de la Pasión se han quedado grabados en la memoria del Pueblo Cristiano. Se graban a fuego en la vida de los creyentes.

En el Domingo de Ramos nos encontramos con un Jesús triunfante y vencedor rodeado de una multitud eufórica, exultante, alegre, cantarina. Hubiera sido un final feliz a todo el relato de la vida de Jesús. Pero ese reconocimiento mayoritario y esa alegría superficial no es la salvación que Dios quiere ofrecer. La fe no es solo emociones o sentimientos ni una falsa prosperidad.

Para Jesús la verdadera bienaventuranza nace de asumir lo humano con todas sus luces y sombras, y dejar que Dios lo transfigure desde dentro. Por eso Jesús atraviesa el sufrimiento y nos propone atravesarlo con Él.

La promesa de “Yo hago nuevas todas las cosas” incluye también el fracaso, el silencio, la soledad y el sufrimiento. Esa es la esencia de la Semana Santa: nombrar nuestras heridas y llevarlas a la cruz, para que Cristo las transforme con su Pascua.

Hoy al entrar aquí, como al entrar en Jerusalén, nuestros ramos son también signo de nuestras luchas. Y con ellos nos abrimos a la esperanza: la de un Dios que asume nuestras heridas para llevarlas a la resurrección.

Esa es hoy la entrada a Jerusalén y estos en concreto son nuestros ramos.

 

Victoria del Amor

Jesús entra a la ciudad santa con un firme propósito: llevar a la consumación todo lo que había predicado y enseñado a sus discípulos: que el amor es más fuerte que la muerte; que Él es el cordero que quita el pecado del mundo, y no hay otra forma de quitar el pecado que asumirlo con ese amor extremo que perdona, que ama a los enemigos, que ora por ellos, que todo lo soporta, incluso la violencia extrema.

El único camino de vencer el miedo a la muerte, lo que esclaviza a toda la humanidad a lo largo de la historia, es dar vida sin medida, con un amor sacrificial. Jesús no huye, sino que afronta cara a cara al gran enemigo de lo humano, la muerte y todo lo que mata. Eso es lo que Jesús ha venido a ofrecernos: la posibilidad de transfigurar todo lo limitado, lo caduco, lo frágil, lo enfermo, transformarlo en una vida plena, eterna, llena de Dios, de un amor que da luz a toda oscuridad.

Jesús pasa del aplauso al abandono. Nos muestra en la celebración del Domingo de Ramos la pérdida progresiva de todo lo que Él había ido construyendo. Lo que parecía una entrada triunfal en Jerusalén, pronto se convierte en el inicio de una pérdida total: sus discípulos se dispersan, su comunidad se fractura, los poderes lo condenan y el pueblo que lo aclamaba lo rechaza.

Lo que sigue es el silencio de Dios. En el grito: “Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”, se hace palpable la soledad del Hijo y el dolor de quien sostiene la fe incluso cuando todo parece perder sentido.

Este domingo se nos llama a revisar nuestras expectativas y nuestros sueños. Muchos esperaban de Jesús poder, éxito, liberación política o bienestar. Pero Él se entrega y aparece hoy sin poseer nada, sin defenderse, confiando radicalmente en el Padre, incluso en medio de la oscuridad.

Aquí está la clave: Jesús no vino a cumplir los sueños de gloria o prosperidad, sino a mostrar el amor que se da hasta el extremo, sin condiciones. Ese amor que no huye del dolor, sino que lo transforma sintiendo que la vida es del Padre, que el Padre es quien la da, incluso cuando se está en la oscuridad del sufrimiento. 

El camino pascual que recorremos estos días es un camino de revelación, de aclarado, de despeje de dudas. La vida la hemos gelatinizado, dándole un espesor y una consistencia de solidez, de seguridad, de aparente control. Pero es sólo apariencia. Lo que nos constituye es una verdadera fragilidad, la herida que se transforma por el amor de Dios.

Cristo va por delante e ilumina todo cuanto se entrega por amor. Jesús nos recuerda: “A mí nadie me quita la vida, yo la doy voluntariamente”. Esos son nuestros ramos que Él, con nuestras heridas, cura con el bálsamo de la cruz para resucitarlas. Esa es la verdadera victoria del amor y es la gran enseñanza que la Iglesia acoge.

Una Pascua distinta

Nosotros queremos entrar en la Semana Santa como discípulos, con nuestras contradicciones y nuestros miedos, como aquellos primeros. Pero algo tenemos seguro: nuestro bautismo nos da fuerzas para atravesar la Semana Santa con Cristo. Este año será especial, la Pascua será distinta porque distintas son las heridas que serán iluminadas, porque resucitaremos con Cristo con todo lo que ponemos en estos ramos regados con el agua del bautismo que renovaremos en Pascua.

La Pascua este año será distinta porque no seremos turistas, sino discípulos que reconocen a Cristo en los corazones de la gente y en cada una de las estaciones del Vía Crucis viviente que hay en nuestras calles y en nuestro mundo.

¿Quién dará al mundo la paz que necesita? ¿Quién afrontará la violencia de nuestras relaciones que siguen crucificando a Cristo? ¿Quién parará las corrientes de sufrimiento y de dolor? ¿Quién será el bálsamo de los pobres y desdichados? ¿Cómo descubriremos lo que significa de verdad ser personas y no solo individuos, cerrados en nuestros pequeños mundos?

Que este domingo, con los ramos en las manos, sea una forma de dar respuesta, siendo discípulos y podamos llegar a la Pascua dejándonos transformar, renovando nuestro bautismo como una fuente para responder a todas estas preguntas, desde lo que Jesús nos va a decir sobre el amor, la muerte, la violencia, el pecado y el miedo. Que así respondamos.