El sábado 31 de diciembre, el Papa Francisco presidió en la basílica vaticana, a partir de las cinco de la tarde hora local de Roma, las primeras vísperas de la solemnidad de María Santísima Madre de Dios. Como todos los años, tras la liturgia y la exposición del Santísimo Sacramento, la ceremonia prosiguió con el canto del tradicional himno del Te Deum de acción de gracias por la conclusión del año civil. El Obispo de Roma centró su homilía en la figura del «Niño Dios en el pesebre» que se manifiesta en la vida del hombre de manera real y concreta.
«Dios no se disfrazó de hombre, se hizo hombre y compartió en todo nuestra condición», dijo el Pontífice, añadiendo que lejos de «estar encerrado en un estado de idea o de esencia abstracta, quiso estar cerca de todos aquellos que se sienten perdidos, avergonzados, heridos, desahuciados, desconsolados o acorralados. Cercano a todos aquellos que en su carne llevan el peso de la lejanía y de la soledad, para que el pecado, la vergüenza, las heridas, el desconsuelo, la exclusión, no tengan la última palabra en la vida de sus hijos».
Al concluir sus palabras, el Santo Padre dirigió una mirada de aliento a las generaciones del futuro: «Mirar el pesebre nos desafía a ayudar a nuestros jóvenes para que no se dejen desilusionar frente a nuestras inmadureces y estimularlos a que sean capaces de soñar y de luchar por sus sueños, capaces de crecer y volverse padres de nuestro pueblo».