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Viernes, 08 abril 2016 08:12

El rumor del campo de refugiados sostiene nuestra oración, dice el misionero Federico Trinchero

El rumor del campo de refugiados sostiene nuestra oración, dice el misionero Federico Trinchero

El misionero italiano padre Federico Trinchero, cuenta desde la República Centroafricana la realidad de su país, destruido por la guerra. Este misionero, superior del convento que los carmelitas descalzos tienen en Bangui, la capital, comparte su vida con los más necesitados y los refugiados, la mayoría mujeres y niños sin nada, que, como siempre dice, le están ayudando a vivir el Evangelio.

«Después de tres años de espera, la República de Centro África tiene oficialmente un nuevo presidente, esta vez elegido por el pueblo y no después de un golpe de estado, en la persona de Faustin-Archange Touadéra. La elección ha sido un poco una sorpresa, porque Touadéra no estaba entre los favoritos. Ex-primer ministro de Bozizé –el presidente destituido por el golpe de estado de marzo de 2013– de 58 años, de confesión protestante, decano de la universidad de Bangui y profesor de matemáticas... debería haber tenido todos los números para hacerse cargo de la suerte de un país probado por años de guerra y de mal gobierno. Así pues, ¿estamos autorizados a decir que la guerra ha terminado de verdad? Todavía preferimos decirlo en voz baja porque un poco de prudencia y de realismo son de obligación; pero seguramente hay una atmósfera diferente y un gran deseo de pasar página, cerrar este triste capítulo de la historia del país y volver a empezar desde nuevas bases. Algunos hechos son incontestables. Desde hace casi cuatro meses en Bangui –aparte de algún episodio aislado y sin particulares consecuencias –no hay disparos.

La campaña electoral –muy bulliciosa, fingida y muy divertida– y las elecciones (presidenciales y legislativas con un primer y segundo turno), se han desarrollado sin especiales problemas o particulares incidentes. Si acaso no han sido elecciones perfectas, es necesario, sin embargo, considerar y apreciar que han sido un paso importante y no menos importante hacia la normalización del país. Pero no nos hagamos ilusiones: si la guerra ha acabado probablemente, hay una batalla importante que combatir contra la pobreza y el subdesarrollo. Hay aún algunas zonas del país donde la autoridad del estado y las fuerzas de paz se esfuerzan aún por imponerse. Por otra parte, las amenazas de los rebeldes de Uganda del LRA, ya activos en la parte oriental del país, como las de Boko Haram, activos en el norte del Camerún, que limitan con la parte noroccidental de Centro África, no hay que menospreciarlas. Luego hay que ganar la importante batalla de la reconciliación entre cristianos y musulmanes. Si tengo que ser sincero, me parece que hay mucho más que construir por primera vez si se compara con lo que hay que reconstruir por haber sido destruido por la guerra.

Ahora, seguro que muchos me haríais la pregunta: «Si la guerra se ha acabado, ¿por qué esta gente valiente no se vuelve a su casa? ¿Quizá no estamos aprovechando la situación? Esta gente ya no se va...». La pregunta es legítima y nos la podemos hacer también nosotros todos los días. Ahora, es preciso tener presentes algunas cosas. Psicológicamente no es fácil volver de donde se ha huido, sobre todo si han sido testigos de violencias. Deseamos que, una vez que tome posesión el nuevo presidente y el nuevo gobierno, se puedan crear las condiciones para una vuelta efectiva de los refugiados a una vida normal en los barrios de origen. Muchas ONG tienen ya en proyecto diversas iniciativas para animar y favorecer la vuelta al barrio y el abandono del campo de refugiados. Nos hemos puesto al día.

Mientras tanto –y quién sabe cuánto durará este mientras tanto– nuestra vida conventual sigue al ritmo de la vida del campo de refugiados. Sin hacer retórica y ofreceros una respuesta preparada y clerically correct, pienso que la fuerza y el sentido de esta aventura se renuevan todos los días cuando, juntos, nos juntamos para rezar y –por decirlo en el jerga carmelita– hacemos oración. Un carmelita sin oración sería como Roma sin el Coliseo, París sin la torre Eiffel, Centro África sin niños. Todas las mañanas al amanecer y todas las tardes a la puesta del sol, nuestra comunidad se reúne para rezar juntos, durante una hora y en silencio. También en los momentos más duros de la guerra –incluso cuando el silencio estaba surcado por la explosión de las bombas y de las ráfagas de los kalashnikov– casi siempre conseguimos ser fieles a esta cita. También los refugiados saben que, durante estos dos momentos de oración solo se pueden perturbar por cosas importantes: solo si hay alguno que tiene prisa por nacer o si por alguna otra razón ha llegado el tiempo de morir.

Cuando estamos en oración los ruidos del campo de refugiados llegan hasta nuestra iglesia: casi un fondo al que ya estamos acostumbrados, un rumor que no nos distrae y que en modo alguno nos perturba, sino que más bien sostiene nuestra oración. En el Carmelo somos afortunados; hay aceite en abundancia por nuestra y vuestra caridad. A cualquier hora del día y de la noche. El Esposo está siempre entre nosotros. Y gracias a vosotros y a nuestros refugiados esta lámpara aún no se ha apagado».

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